Corresponde a cada uno, hombre y mujer, reconocer y aceptar su identidad sexual.
« Han oído que se dijo, no cometerás adulterio, pero yo les digo: todo el que mire a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5,27-28).
Dios es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor, creó al hombre a su imagen y semejanza, e inscribe en la humanidad del hombre y la mujer la vocación a la responsabilidad en el amor y la comunión.
La sexualidad abarca todos los aspectos de la persona humana, tanto en lo corpóreo como en lo espiritual; concierne particularmente a la afectividad, la capacidad de amar y de procrear, y la aptitud para crear vínculos de comunión con otro.
Corresponde a cada uno, hombre y mujer, reconocer y aceptar su identidad sexual; las diferencias y complementariedad físicas, morales y espirituales están orientadas a los bienes del matrimonio y del desarrollo de la vida familiar.
La tradición de la Iglesia ha entendido el sexto mandamiento como referido a la globalidad de la sexualidad humana, ya que la castidad implica la integridad de las fuerzas de vida y de amor depositadas en ella, lo cual asegura la unidad de las personas, se opone a toda actitud que pueda lesionar y no tolera la doble vida ni la doble moralidad.
La castidad involucra el aprendizaje del dominio de sí mismo, la alternativa es clara: o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se vuelve un desgraciado.
La dignidad del hombre requiere que actué según su propia elección, consciente y libre; es decir, no movido por ciegos impulsos o pasiones, sino por convicción interna personal para buscar el bien propio y el de los demás, libre de toda esclavitud.
La castidad es virtud moral y don de Dios, una gracia fruto del trabajo espiritual.