No solo suponen la fe, también la fortalecen, la alimentan y la expresan con palabras y acciones; por eso se llaman sacramentos de la fe

Toda la vida litúrgica de la Iglesia gravita en torno al sacrificio eucarístico y los sacramentos, instituidos por nuestro Señor Jesucristo.
Sus palabras y acciones, durante su vida oculta y su ministerio público, eran ya salvíficas, anticipaban la fuerza de su misterio pascual; anunciaban y preparaban aquello que Él daría a la Iglesia cuando todo tuviese su cumplimiento.
Así, la Iglesia ha precisado a lo largo de los siglos que entre sus celebraciones litúrgicas hay siete que son, en el sentido propio del término, sacramentos instituidos por el Señor.
Los sacramentos son de la Iglesia en el doble sentido de que existen por ella y para ella, existen por la Iglesia porque ella es el sacramento de la acción de Cristo que actúa en ella gracias a la misión del Espíritu Santo.
Y existen para la Iglesia, porque ellos son sacramentos que constituyen la Iglesia, manifiestan y comunican a los hombres, sobre todo en la Eucaristía, el misterio de la Comunión del Dios amor, uno en tres personas.
Están ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios, pero, como signos, también tienen un fin instructivo.
No solo suponen la fe, también la fortalecen, la alimentan y la expresan con palabras y acciones; por eso se llaman sacramentos de la fe.
Celebrados dignamente en la fe, los sacramentos confieren la gracia que significan; son eficaces porque en ellos actúa Cristo mismo; Él es quien bautiza, Él es quien actúa en sus sacramentos con el fin de comunicar la gracias que el sacramento significa.
Todos los sacramentos son acciones litúrgicas por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no las iguala ninguna otra acción de la Iglesia (SC 7).